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El horror de la emigración contado sin atajos

Por Jose Mateos Mariscal
sábado 05 de diciembre de 2020, 15:01h

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Cuando llegamos no sabíamos dónde ir. Preguntando nos dijeron que existía una ciudad industrial, Wuppertal, y hasta allá nos fuimos, sin ninguna referencia y sin ningún contacto, lo que los llevó a dormir en las plazas, en la estación de autobuses, hasta que pudiéramos acomodarnos y alquilar una pensión. Hoy, ya pasaron más de 8 años de aquella aventura.

Solo teníamos un papel con la dirección de una familia vecina de nuestro pueblo natal, que vivía en Wuppertal. Mi papá fue preguntando con señas cómo llegar, porque no hablaba nada el idioma. Tardó dos días en dar con ellos y volver a buscarnos al Hotel.

Nuestro pasado fue terrible, gente que no sabíamos el idioma, que trabajábamos de sol a sol, pero que tuvimos la fuerza, la tenacidad de luchar y construir algo para nuestras familias desde la nada. Ni mi papá ni mi mamá tuvieron la oportunidad de volver a España ni de vacaciones.

Me fui, como bien podría decir una canción de Sabina, con una maleta repleta de besos con regusto amargo y sin billete de vuelta.

Como ya anticipaba en el título, la emigración se ha convertido para mí y para muchos españoles en la Crónica de una muerte anunciada (con mi máximo respeto al Gabo).

Todos los que vinimos a Alemania, vinimos con esa ilusión de crecer. La gente que viene de afuera, con buenas intenciones, quiere formar una familia, progresar día a día, formarse, aprender.

Yo no me siento parte de este país, de este lugar, de esta ciudad. Si bien la distancia te quita lo físico, los sentimientos, la memoria, los recuerdos están en la vida cotidiana y ayudan a seguir mirando siempre para adelante.

Siempre me pareció falso el nombre que nos han dado: emigrantes, porque la emigración significa éxodo. Y nosotros no hemos salido voluntariamente eligiendo otro país.

Ni migramos a otro país para establecernos en él. Nosotros hemos huído. Expulsados, desterrados.

Estamos inquietos junto a las fronteras, esperando el día de la vuelta.

Con los ojos en la espalda. Mirando hacia atrás.

No olvidamos nada, a nada hemos renunciado. No podemos perdonar, llegan gritos a nuestros tiendas… Somos como rumores que traspasan el océano.

Llevamos los zapatos rotos, el corazón partido. Cargamos con los niños a quienes nos cuesta mirar.

Levantamos los ojos y el corazón en grito de súplica a este sociedad injusta que mancha nuestra tierra. Ninguno de nosotros se quedará aquí.

Un humor agridulce surge de estas palabras con una pizca de sátira social que invierte la épica de los emigrantes para hablar de un heroísmo cotidiano, alojado en la resistencia y el esfuerzo de todos los días para sobrevivir.

En las terminales ahora les llora el alma a las madres y se les cae a los piés a los hijos. Mueren ilusiones y planes de futuro. Se secan y arrancan raíces, que con tanto mimo y esfuerzo plantaron nuestros abuelos.

Remito esta carta con la esperanza e ilusión de que la publiquen y así se de voz a muchos españoles que nos hemos visto obligados a emigrar para labrarnos un futuro. Seguro que conocen a algunos, a muchos me atrevería a decir.

No pude evitar emocionarme al escribir estas letras, seguramente ha ayudado el hecho de que tengo miedo a volar. Me despido con la ingenua esperanza de poder comprar algún día mi billete de vuelta.

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