También es un fenómeno con aristas económicas: cada joven, cada familia que emigra, se lleva un capital. Se llevan sus talentos y energías, así como la inversión que el país hizo en su formación. Pero en muchos casos, sus padres tratan de ayudarlos desde España sobre todo en la primera etapa, invirtiendo sus ahorros en aquel lugar que sus hijos eligieron. Además, tratarán de viajar con la mayor frecuencia posible: ahorrarán para gastar allá. Si hay países que se benefician de las remesas que envían los hijos emigrantes, el fenómeno no tiene esas características en España. Quizá porque es protagonizado por familias de clase media, parece acentuar más el éxodo de pequeños capitales (forjados con esfuerzo y sacrificio) que la llegada de recursos producidos en el exterior. Es posible que tenga una cuantía menor, pero el drenaje podría adquirir con los años una magnitud significativa. Detrás de las derivaciones políticas y económicas late un doloroso fenómeno social: el desgarro familiar. Para una cultura latina como la nuestra, la pérdida de la cotidianidad en el vínculo entre padres e hijos, abuelos y nietos, implica un sacrificio con hondas repercusiones en los núcleos familiares.
El estrés emocional del emigrante está muy estudiado por distintas ciencias sociales, desde la psicología hasta la antropología. Se lo ha tipificado, incluso, como "el síndrome de Ulises" (en referencia al héroe de la mitología griega que vivía lejos de los suyos), que alude al malestar crónico que puede provocar el desarraigo. Pero el impacto en esos padres, abuelos y hermanos que se quedan suele ser subestimado.
Es cierto que la tecnología ha achicado mucho las distancias. Pero no es lo mismo ver crecer a un nieto por Skype que compartir las tardes con él. No es lo mismo el abrazo de cumpleaños que el festejo con pantallas sobre la mesa del comedor. La lejanía, en estos casos, deja de ser un concepto abstracto para convertirse en un nudo cotidiano en la garganta. Aunque parezca exagerado, es algo que puede contaminar el estado de ánimo de una sociedad.
Los padres viven el exilio de sus hijos con inevitable melancolía y también con callados temores. La lejanía puede implicar cierto desamparo. Tiene que ver con algo que ha descripto con agudeza la escritora argentina Samantha Schweblin: "La distancia de rescate". En la novela que lleva ese nombre, la protagonista la define como "esa distancia variable que me separa de mi hija" y que calcula constantemente sobre la base del tiempo que tardaría en correr hacia ella y salvarla de un peligro. La emigración ensancha esa "distancia de rescate" que separa a los padres de los hijos, pero también a los hijos de los padres.
Hay algo que agrava la tristeza: los que se quedan no encuentran demasiados argumentos para convencer a los jóvenes de que no se vayan. Muchos, incluso, los alientan a irse. Comparten su pesimismo sobre el futuro de España.
Sienten que no tienen derecho a pedirles que sacrifiquen oportunidades para quedarse cerca de ellos.
Los padres se quedan con la amargura (y en muchos casos el enojo) de ver que es el fracaso Español el que expulsa a sus hijos. Se van con el propósito de echar raíces y desarrollarse en otro lado; no para capacitarse, hacer una experiencia y volver. Criarán a sus hijos en otra cultura; se amoldarán a una nueva idiosincrasia. Es un fenómeno que descoloca a las familias y a un sector de la sociedad. Muchos ven frustrado, con el alejamiento de sus nietos, un proyecto vital. La distancia transforma el vínculo familiar. Para los que se quedan, también empieza un viaje a lo desconocido.
¿Qué les dices a tus hijos si te plantean que se quieren ir del país? Esta pregunta está instalada, al menos en el plano hipotético, en la conversación social. No tiene una respuesta sencilla. Pero abre la puerta a reflexiones políticas, psicológicas y personales. Estimula una reflexión sobre el país y sobre la familia, sobre el presente y sobre el futuro. Como todos los fenómenos sociales, son complejos y generan dilemas que no tienen soluciones categóricas. Pero es bueno que nos hagamos las preguntas. Y que enfrentemos el que quizá sea el interrogante central: ¿por qué España despierta tanta desesperanza en nuestros hijos?
Es un síntoma de vitalidad y de esperanza. Es la demostración de que, a pesar de todo, todavía creen en un futuro distinto. aunque esos dolores y desilusiones sean ninguneados desde el poder, algo fundamental sobrevive en el corazón de nuestra clase media: el espíritu de rebeldía y el coraje de no resignarse ante el fracaso Español Ese espíritu, algún día, tal vez invite a sus hijos y a sus nietos a emprender el camino de regreso.
Un pasado de emigrantes, de hambruna, de exilio, de guerra, de ser considerado un extraño que llama a las puertas. Incluso si nos reconocemos en ese pasado, necesitamos vestirlo de tal forma que nos diferencie. Y lo hacemos diciendo que nosotros somos/éramos diferentes, es decir, “mejores” para así darnos la coartada que todo sentimiento de distancia, de superioridad, de negación.
Cuando ocupamos un espacio en los telediarios los emigrantes, cuando organizaciones no gubernamentales y otras entidades aprovechan para lanzar informes que arrojan datos y novedades sobre el fenómeno y quienes lo protagonizan. A veces se dice de una persona o grupo de personas que no tienen voz y el periodismo se utiliza como herramienta para dársela. Los Emigrantes sí tenemos voz y no dejamos de alzarla. El problema es que no siempre se nos quiere escuchar. Porque no importa, porque no integramos , porque nuestros intereses quedan lejos los vuestros, los de los lectores... Y, cuando algún medio se anima, algún medio de comunicación, es generalmente para protagonizar alguna noticia mala como un naufragio con muertos en el Mediterráneo, por citar el tópico más típico.