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Zapatero quiere que un torturador presida Venezuela

Por Joaquín ABAD
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joaquincibelesnet/7/7/15
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martes 02 de septiembre de 2025, 10:37h

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Va de frente y sin adornos. Colocar a un militar con pasado represivo al frente de una “transición” en Venezuela no es una solución: es un atajo peligroso. En los últimos días han circulado versiones que sitúan a José Luis Rodríguez Zapatero visitando el domicilio del presidente electo, Edmundo González, acompañado del exgeneral Miguel Rodríguez Torres, para pedirle que desistiera y allanara el camino a un gabinete “puente” con el propio Rodríguez Torres al mando. Lo ha denunciado Albert Castillón en su canal Castillón Confidencial.

Rodríguez Torres no es una figura neutra. Fue hombre fuerte de la inteligencia y de Interior. A su etapa y a la estructura que dirigió se asocian denuncias reiteradas de detenciones arbitrarias y torturas. “La Tumba”, el centro de reclusión subterráneo del SEBIN que se convirtió en símbolo de aislamiento extremo y castigo, es inseparable de ese entramado de seguridad. Que un perfil con ese historial aspire a “arbitrar” una transición solo puede interpretarse como un intento de blanquear el pasado a costa del futuro.

La tradición democrática enseña algo muy sencillo: las transiciones serias se construyen bajo mando civil, con reglas, calendario y control parlamentario. Así se ha hecho siempre cuando se ha querido salir de un autoritarismo sin hipotecar el día después. Un militar de inteligencia al frente de un gobierno provisional es justo lo contrario: concentrar poder en quien viene de los aparatos que han sido señalados por abusos. No pacifica; intimida. No tiende puentes; agrava la desconfianza.

Desde el punto de vista político, la operación tendría tres efectos inmediatos. Primero, fracturar la mayoría social que ha respaldado a Edmundo González, porque convertiría su mandato en moneda de cambio. Segundo, regalar al oficialismo una coartada perfecta: “siempre mandan los mismos”, ahora con uniforme bajo traje civil. Tercero, neutralizar el foco internacional sobre las violaciones de derechos humanos, sustituyéndolo por un relato de “estabilidad” con rostro conocido para el viejo aparato de seguridad.

Desde el plano institucional, es un sinsentido. Si el país ha votado por un presidente civil, ese mandato no se negocia en un salón privado ni se delega en un general retirado. La legitimidad no se hereda por proximidad a un mediador, ni por el supuesto oficio “técnico” de los servicios de inteligencia. En una república que quiera serlo, los uniformes se subordinan a la ley, no la administran.

Hay quien argumentará que un militar “fuerte” garantiza orden y contención de los radicales. Es el viejo truco del miedo. La experiencia histórica muestra lo contrario: cuanto más poder concentran los aparatos de seguridad, más difícil es desmontarlos después. Se entra en el gobierno “provisional” con promesas de profesionalidad y se acaba perpetuando la lógica de excepción. Y levantar esa losa cuesta décadas.

No es solo un problema moral; es un problema práctico. ¿Cómo pedir a las víctimas que confíen en un ejecutivo encabezado por quien estuvo al mando —o cerca— de estructuras asociadas a su sufrimiento? ¿Cómo exigir cooperación judicial, desarme de redes y depuración de responsabilidades si quien firma los decretos encarna el viejo sistema? Cualquier hoja de ruta mínimamente seria debe blindar tres cosas: restitución del mando civil, garantías para la oposición y para la sociedad civil, y un cronograma verificable hacia elecciones libres. Nada de eso encaja con un “presidente provisional” de inteligencia.

El papel de Rodríguez Zapatero también merece una enmienda. Mediar no es tutelar. Facilitar canales entre actores enfrentados puede ser útil; imponer o sugerir un nombre con pasado represivo para encabezar el Estado es cruzar una línea. La diplomacia eficaz no sustituye la voluntad popular ni desfigura el mandato de las urnas; se limita a abrir puertas para que ese mandato se cumpla.

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