Tenía razón Edmundo Bal, de Cs, cuando se declaró “indignado” por el reparto de puestos, en diversas instituciones del Estado, entre PP y PSOE. Ese vergonzoso reparto de sillones es una muestra del deficiente estado de libertades que sufrimos. Incluso el diario El Mundo subrayó, sin rubor, que “el acuerdo mete presión al PSOE si quiere controlar el Tribunal Constitucional en 2022”.
Solo una democracia de baja calidad y unos medios ya rendidos, a quienes los sostienen con nuestro dinero y contra nuestros intereses, pueden soportar la desvergüenza de repartirse, sin luz ni taquígrafos, las Instituciones. Con ese reparto, se hace añicos la separación de poderes -que es parte esencial de una democracia- y más difícil el control a las medidas dictatoriales de un Gobierno que se ha visto desautorizado por sus ataques a los derechos de los ciudadanos, aprovechando el Covid y que desde ahora lo tiene más fácil para indultar a los golpistas, sacar a los terroristas o maniobrar con las maletas de Delcy o los chanchullos millonarios de Pus Ultra y otros montajes del Caribe, China o de Bruselas.
Esta voltereta del PP parecería incomprensible, a la vista de las encuestas que le dan ganador en unas eventuales elecciones y tras muchos meses de negarse públicamente a tales acuerdos con Pedro Sánchez. Solo se entienden en el marco de una realidad que no coincide con los pronósticos que nos publican y que empuja a una reedición angustiada de un bipartidismo “de aquella manera” amenazado por el hartazgo de muchos españoles. Un PP que sorprendió votando a favor de Sánchez en la moción de censura, contra Polonia en la defensa de la soberanía nacional y contra los madrileños que le apoyaron en la alcaldía de Madrid, entre otros muchos ejemplos que parecen indicar que no son los españoles quienes inspiran a Génova.
Impulsada por los grandes poderes transnacionales, una “gran coalición” de tapadillo y por la puerta de atrás, es lo que montan y éste repartirse los cargos institucionales, de manera precipitada, como garantía de que va a ser difícil pedirles responsabilidades, a los dos partidos principales, por sus dislates.
Se aseguran también que “no se van a hacer daño” con el cambio de colores. Como en el chiste del dentista, ambas formaciones se confabulan para que no salgan demasiados cadáveres de sus armarios. Y ello nos debe hacer especialmente vigilantes para asegurar la limpieza de las próximas elecciones, en cualquier ámbito porque los chalaneos pueden llegar a niveles que nunca sospecharíamos.
Otra pata importante de este escenario es una izquierda convertida en un adorno, dedicada a colocar amiguetes y renovar macetas, a fabricarse, con nuestro dinero y su tv, imagen de “lideresos” mientras disfrutan de coche oficial y que está lanzando al abismo de la abstención, o el cambio de siglas, a millones de trabajadores y a honestos izquierdistas que no entienden que sus elegidos parezcan más preocupados por el maquillaje de esta temporada que por el desplome de los servicios públicos, la subida de precios, la precariedad y el deterioro de nuestras vidas. Unas limosnas en forma de paguitas quedan bien, en esos telediarios o portadas que cada vez sigue menos gente, pero no proporcionan ningún futuro a nuestros jóvenes, más allá de la dependencia de los poderosos.
Esa izquierda ministerial, desconectada de la calle, parece un perrillo que salta alborozado ante las golosinas de su amo, con unos lideres que se refugian en locales cada vez más pequeños para impedir la ira de sus antiguos partidarios, hoy muy enfadados. Unos líderes también muy contentos, con ese reparto, porque el control de los tribunales puede aliviar su previsible calvario judicial, a cambio de un servilismo y una docilidad que dan vergüenza ajena, como ante las exigencias (que se van a cumplir) del brazo político de Iberdrola y las grandes eléctricas: el PNV. Son rebeldes de pacotilla, revolucionarios de morrito y trajes de diseño, al servicio del enemigo. Observemos como los mismos “expertos” que encumbraron a Sánchez y a Casado fabrican esos liderazgos artificiales y no dejemos que nos engañen con celofanes de colores.
También, en el horizonte, la crisis de la narrativa oficial sobre la pandemia y sus implicaciones económicas, políticas y sociales. Las dudas, para cualquier persona que no haya hecho dejación de su pensamiento racional, ante el pánico que han difundido, se multiplican. Muchos ya se dan cuenta de que el Covid19 tiene menos de cuestión sanitaria que de proyecto político e intereses económicos. Es menos de salud que de control social y represión.
Obligan a servidores públicos a obedecer a ciegas, nos han prohibido preguntar, debatir y hasta informarnos, aprovechando el enorme poder que las grandes tecnológicas tienen sobre nuestra vida cotidiana y nuestras comunicaciones, incluso las más privadas. Unas tecnológicas que son parte de ese proyecto de los grandes magnates porque forman parte de su club. Con unos medios casi totalmente integrados, comprados, exigiéndonos que abandonemos toda pretensión de pensar con nuestra cabeza y ofreciendo unos mecanismos de censura que silencian y denigran cualquier disidencia. Pero basta darse cuenta de que los mismos que dirigen esas redes sociales son los que financian a los “verificadores” para entender que no tienen ningún interés en la verdad sino en el objetivo de convertirnos en rebaño sumiso que no protesta.
Ahí están el Foro de Davos, la OMS o el FMI, amenazándonos con nuevas pandemias a la carta, con crisis económicas y sociales prefabricadas para someternos, para que aceptemos su dirección incontestable en un proyecto que nos quiere más pobres, más aislados y que seamos menos.
Y detrás, un “filantrocapitalismo” que no logra ocultar del todo que es el capital monopolista, cada vez más concentrado en menos manos. Al menos una cuarta parte, de las 500 mayores empresas occidentales, están bajo control de 3 grandes fondos de inversión. Blackrock, Vanguard y State Street son decisivas para el conjunto del sistema capitalista y monopolizan, de hecho, una gran cantidad de sectores donde la mayoría de la producción y del negocio están en manos de media docena de compañías. Desde la alimentación al transporte, desde la banca a las semillas, desde la cerveza a las noticias... estamos en manos de unos pocos. Que, además, cada vez son menos. Por ejemplo, en 1983 el 90 por ciento de los medios (prensa, cine, radio, tv...) en Estados Unidos, pertenecían a 50 compañías. En 2021, ese porcentaje lo manejan 5.
No es capitalismo filantrópico. Es concentración monopolista. Y debemos empezar a pensar en trocear esos monstruos que ahogan la libre competencia, la libertad de empresa, la libertad, en suma. En seguir el ejemplo de la Pacific Bell de los años 60 y 70 para que Google, Facebook o Black Rock y otros monopolios dejen de eliminar a sus competidores y esclavizar a sus usuarios.
Unos enormes conglomerados que, además de la economía, quieren controlar también la política, la sociedad y nuestras propias vidas. Ya no solo colocan a sus políticos: tienen un proyecto mundial y saberlo es el principio imprescindible para derrotarlo. Porque no es un plan que nos lleva a la felicidad y la libertad. Es todo lo contrario y nos jugamos el futuro, digno de tal nombre, si no los derrotamos.
Por eso podemos empezar dudando de lo que nos cuentan, informándonos por nosotros mismos, vigilando la veracidad de lo que dicen los grandes medios, creando redes de comunicación y organizándonos. Controlando la limpieza de las elecciones, votando en libertad a la opción que prefiramos y exigiendo responsabilidades a los embaucadores.
Exigiendo una democracia que pueda ser considerada como tal.
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Carlos Astiz es periodista y escritor. Sus últimos libros son: El Proyecto Soros (2020) y Bill Gates: ¡Reset! (2021)