En España son improvisados chiringuitos para la venta de caganers de plástico, espumillón de chillones colores o churros de aluvión, pero en Alemania montan unos saraos muy finos con casetas de madera engalanadas dedicadas a la venta de artesanía, delicadas figuras de porcelana, suculentos gofres de obrador y ese mejunje del vino caliente especiado que tanto gusta entre los arios. Por ello se entiende el dolor de la canciller al mencionar la suspensión de sus tradicionales y sacrosantos mercados navideños para evitar seguir acumulando cifras récord de muertos en Alemania.
Es sobrecogedor escuchar a la dueña y señora de Europa confesar emocionada al borde de la lágrima que estas podrían ser las últimas navidades con los abuelos.
No es fácil meterse en los zapatos del otro, en visperas de Navidad, y menos cuando ese calzado ya viejo, roto y decolorado, cubre ampollas, heridas, pero sobre todo arrastra mucho dolor y desesperanza. Emigrar en busca de una vida mejor se ha vuelto la ilusión más dura y dramática de millones de personas por el coronavirus.
Estamos ante una Navidad y fin de año tortuoso, la pandemia nos doblega, nos hace cautelosos, estamos como esperando un zarpazo sorpresivo mientras esperamos el anuncio de que la vacuna es real y que nos ataje el susto por estos tiempos. Mientras tanto, otras razones objetivas para que millones estén tristes, la economía, la política y además, la ausencia inevitable y para siempre de muchos seres queridos, pero también, los que se fueron de España y que no se deberían haber ido.
Imperdonable, cada vez que pensamos que la familia española se ha desintegrado, que la ausencia es sufrimiento para los que se han quedado sosteniendo las bases de un hogar que se niega a la entrega final. Aquellos que se fueron, por tierra, mar y aire con la diáspora, que no podrán estar en España y aunque estén bien, las navidades nunca serán las mismas.
Es que este inmigrante ha pasado muchas navidades fuera de su tierra y nunca se celebran con la emoción, alegría y cordialidad de esta nación de gracia y en desgracia en estos tiempos. No importa el lugar, el clima o el ambiente, nunca es el mismo. La distancia de los familiares convierte esa mesa navideña en un espectáculo en decadencia, aunque intentemos hacer creer que todo sigue su cauce, que la tecnología nos unirá otra vez en esta Navidad, ya no es igual. Los ausentes en otras tierras sufren al igual los que se quedaron.
La alegría, el compartir, la unidad familiar prevalecen durante las fiestas de fin de año en muchos hogares. Sin embargo, somos muchas las personas que tienemos que pasar estas festividades lejos de nuestras familias por causa del coronavirus extrañando nuestras tradiciones, nuestras costumbres y a nuestros seres queridos, este sentimiento de nostalgia que invita a no ser indiferentes ante el fenómeno migratorio que vive hoy en día el mundo.
Pensemos un momento en cada ser humano que tiene que huir de su tierra, de su país, dejándolo todo a causa de la violencia, la pobreza o quizá simplemente, por el hecho de buscar un futuro mejor.
Su camino no es fácil. Sufrimos abusos, desprecios, burlas y hasta la muerte, pensemos también en los niños que fueron separados de sus padres por las diferentes políticas migratorias, ellos pasarán la Navidad en albergues o centros de detención. Por todos ellos y por los inmigrantes del mundo, hacemos votos para que en su nueva vida encuentren solidaridad, fraternidad y compañía, fortaleza y fe para continuar su camino.
Por eso insisto en decir que es la migración de españoles el costo más alto que ha pagado el país en estos últimos años. Estoy convencido de que, aunque costará muchos años enmendar la plana de tanta improvisación, los problemas económicos, políticos y sus secuelas sociales se superarán a mediano plazo. Sin embargo, la sustitución cuantitativa y cualitativa del nivel del capital humano que hemos perdido durante estos años tardará mucho en reponerse toda vez que a la par de la migración los niveles académicos de nuestra educación también han descendido, lo que hace aún más difícil preparar un contingente humano capaz de insertarse en la globalización y en el desarrollo. Recuperar lo perdido es una tarea titánica. Sumemos el trastorno afectivo migratorio que marca la siquis tanto de los que se fueron como los que se quedaron.
No serán pocos los españoles que aspiran a regresar al país si las condiciones objetivas que los empujaron a irse cambian. Pero, por otra parte, la historia ha demostrado que los contingentes migratorios difícilmente regresan a su país de origen si pasa mucho tiempo entre la salida y las nuevas condiciones favorables para el retorno. Es, sin duda, una tragedia que tantos españoles hayan tenido que emigrar buscando mejores condiciones de vida y sobre todo los más jóvenes, apostando por un futuro más próspero. También hay que recordar que el perfil de la migración española le hace particularmente fácil los procesos de inserción en muchas economías prósperas. Toda esta realidad que no podemos ocultar, ni maquillar, hay que reconocerla para poder en el tiempo desarrollar políticas públicas apropiadas de estímulo a la emigración de retorno y de protección a nuestros nacionales en el exterior para que nunca sientan que el país nos abandonó frente a la dura realidad de nuestro nuevo destino.
De nosotros depende que un migrante sienta en estas fechas algo de calor de hogar.
Mientras, ¡Feliz Navidad!, amigos migrantes.