Pero en los grandes grupos de homínidos que hoy constituyen las culturas desarrolladas los que forman parte de la clase de los simples gobernados son muy fáciles de identificar: Lo constituye la gran cantidad de personas que jamás formarán parte de las élites o de la jerarquía de ese grupo social. Son los que tratarán de sobrevivir, siempre obedeciendo o dependiendo de alguien. Son los que solo sentirán que la vida es ante todo, una exigencia.
Creo que hay una grave confusión cuando a veces se quiere simplificar y se identifica a este gran conjunto de individuos con el nombre de, “El Pueblo”. Dicho término es otro pequeño mito del siglo de las ideologías. No podemos profundizar porque cuando analizamos qué es el pueblo, siempre caben dos respuestas: O lo es todo, o no es nada. Al tercer o cuarto escalón de análisis nos perdemos. Sin embargo, sí que es fácil identificar a los administrados en cualquiera de los estados actuales del planeta, tanto en los democráticos, como en los dictatoriales o en los teocráticos.
Podemos equipararlos a la tierra sobre la que cae la lluvia, solo se limita a recibir –sin que pueda hacer nada- y después se encharca o se reseca, pero nada más. Sobre ellos caen las decisiones de los líderes de turno, las aspiraciones o imposiciones de las élites, y las órdenes directas de la jerarquía de poder, desde los grandes funcionarios al policía que les impone una multa de tráfico. Su destino es sufrir las actuaciones de los demás. De los que dependen para todo, especialmente para su sustento y seguridad. Por eso conciben la vida como una lucha por la simple supervivencia, por lo que ellos llaman, su “Libertad”. Porque siempre experimentan que todo lo demás está creado para exigirles y explotarles. Claro está que sin esa estructura de poder no sobrevivirían, porque por sí mismos, por ser los más débiles, -niños, enfermos crónicos, inválidos, con bajos niveles de cualificación profesional, con bajo coeficiente intelectual, sin recursos económicos, etc.- no podrían organizar su vida. Siempre están dependiendo de la capacidad ajena. Podemos ver cómo ahora, quizá sin pretenderlo, se les hace más inútiles y dependientes que nunca, porque se provoca el efecto contrario cuando se les dice que: Tienen derecho a que les den un trabajo, una vivienda, a que se les cure, que los eduquen y formen, o que les den un salario para comer y que así ya no se preocupen de otra cosa, y se les priva de la formación y la experiencia de conseguirlo por ellos mismos. De esa forma seguirán “comprados” y débiles para siempre.
Generalmente, o no disponen de medios para formarse, o su coeficiente intelectual no les da para más. El resultado es que constituyen las capas más bajas de cualquier sociedad en todos los órdenes. Ello les lleva a que en general estén al margen de cualquier jerarquía de poder y toda su vida esté orientada al servicio ajeno. Aunque en sociedades determinadas o en épocas históricas concretas sean más o menos necesitados o alcancen mejores niveles de riqueza o bienestar. En las democracias occidentales disponen de un voto como cualquiera de los demás ciudadanos, pero el sistema hace que su vida esté regida dentro de márgenes muy estrechos en la mayoría de los casos, y su influencia real sobre los destinos de esa sociedad suelen ser nulos o, en las mejores situaciones, escasos.
No disponen de capacidad para cambiar los criterios de ese grupo social porque no tienen capacidad intelectual ni siquiera para entender la vida y lo que está pasando. No disponen de medios económicos para influir en la toma de decisiones y no está a su alcance la formación política para adquirir una mínima organización, por ello están como hojas caídas en otoño, a merced de los elementos.
No obstante, podemos decir que son los permanentes, los que siempre quedan. Los liderazgos nacen y desaparecen, las ideas vienen y se van. Las élites ser crean y mantienen en relación a objetivos determinados en la historia, y las jerarquías son creadas y potenciadas para dominar situaciones concretas. Pero la gran masa siempre estará ahí. Siempre se formarán nuevos liderazgos, élites y jerarquías, que saldrán de esa masa amorfa. Los mejores pasarán a pensar, decidir y mandar, los demás seguirán siendo masa, y vuelta otra vez al ciclo, hasta que ese nuevo liderazgo decaiga y las viejas élites ya no tengan sentido.
Y quizá, más importante todavía: Todos se necesitan como el viento y el agua, sin uno no habrá olas, sin la otra solo existiría el polvo. Para que exista un mínimo grupo social organizado tan importantes son los que mandan como los que obedezcan. Si no hubiese toda esa gran cantidad de millones de administrados nunca hubiera existido Roma, o ahora los EEUU.
Cada uno cumple su función… Ambas imprescindibles.
Sobre el autor
Carlos Gonzàlez-Teijòn es escritor, sus libros publicados son Luz de Vela, El club del conocimiento, La Guerra de los Dioses, y de reciente aparición “El Sistema”, de editorial Elisa.