Las grandes plataformas llevan años prometiendo libertad, pluralidad y neutralidad. Pero cada semana que pasa asistimos a la misma realidad incómoda: los guardianes del discurso público imponen un filtro ideológico cada vez más descarado. Y España, donde ya sufrimos un ecosistema mediático dominado por el pensamiento único, ve cómo este sesgo digital se convierte en una nueva forma de censura moderna, silenciosa y disfrazada de “políticas de comunidad”.
YouTube es hoy el ejemplo más inquietante. Basta pasearse por ciertos canales de extrema izquierda para escuchar insultos, amenazas, descalificaciones, incluso ataques directos contra adversarios políticos… y sin embargo ahí siguen, monetizados, premiados por el algoritmo, bendecidos como si fueran “voz autorizada”. En cambio, si la opinión procede de la derecha, el castigo cae como un martillo. Sin explicaciones. Sin advertencias. Sin derecho a defensa.
El caso del youtuber Isaac Parejo, conocido como Infovlogger, ilustra a la perfección este doble rasero. Con más de medio millón de suscriptores, YouTube lo mantiene desmonetizado desde junio, acusándolo de incitación al odio, acoso y contenido dañino contra grupos protegidos. Pero, atención: sin identificar un solo vídeo, sin mostrar una sola prueba y sin haber enviado ninguna advertencia previa. Parejo ha decidido acudir a los tribunales no solo para reclamar una indemnización, sino para exigir lo que debería ser elemental en cualquier democracia: transparencia. Qué se señala, por qué se señala, quién lo señala.
Mientras tanto, muchos creadores intentan sobrevivir en un ecosistema donde un simple comentario incómodo puede costarte tus ingresos y tu trabajo, aunque no hayas cometido ninguna infracción real. Es la censura del siglo XXI: no cierra periódicos, pero te hace desaparecer del mapa económico.
Y no es la primera vez que vemos algo parecido. La antigua Twitter, hoy X, es un precedente vivo. Antes de que Elon Musk la comprara por 44.000 millones el 27 de octubre de 2022, la red social funcionaba bajo la batuta de un equipo de censores que castigaba sistemáticamente a las voces conservadoras mientras favorecía a activistas, opinadores y agitadores de izquierda. No era una sospecha: era un sistema. Listas negras, sombras de invisibilidad, bloqueos selectivos, vetos a candidatos, periodistas y partidos incómodos. Todo ello justificado bajo la palabra mágica: “seguridad”.
Pero la seguridad nunca fue el problema. El problema era la ideología. Y por eso Musk, en cuanto tomó posesión, despidió a toda la red de censores, eliminó los controles ideológicos y permitió que cada usuario pudiera expresarse sin tener que mirar primero si su opinión coincidía con la del empleado de turno en Silicon Valley.
Esa es la gran diferencia: unas plataformas creen que su función es controlar lo que piensa la gente; otras entienden que su deber es dejar que la gente piense lo que quiera.
La pregunta que queda sobre la mesa es amarga, pero obligada: ¿Por qué YouTube sigue aferrada al modelo de censura mientras X ya lo ha abandonado?
Quizá porque para YouTube callar ciertas ideas resulta rentable. O quizá porque el sesgo político está tan incrustado en su estructura corporativa que ni se molestan en ocultarlo. Lo que está claro es que si un creador puede perder sus ingresos de un día para otro sin explicación, sin pruebas y sin defensa, entonces no hablamos de una red social: hablamos de un régimen digital.
Y cuando la censura deja de ser la excepción para convertirse en la norma, las democracias empiezan a caminar por un terreno peligroso. Muy peligroso.