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¿Podemos luchar contra el oscuro destino que nos aguarda? (o Ifigenia en el recuerdo)

viernes 05 de marzo de 2021, 19:42h

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De Agamenón, hija, Ifigenia no eligió dónde nació. Tampoco tuvo culpa alguna del rapto de Helena que provoca la guerra de Troya. Ni se le puede atribuir la afrenta a Artemisa. Igualmente, sufre las consecuencias por el simple y desnudo hecho de ser el citado retoño del monarca Agamenón. Y la hija de Clitemnestra. O la sobrina de Menelao. O la (falsa) prometida de Hércules, semidiós, hijo del mortal Peleo y la ondina Tetis. Y siempre en Áulide.

El implacable destino y el inevitable sacrificio

Ímpetus superiores a Ifigenia dominan la voluntad humana, más allá de propicios céfiros en belicosos trances homéricos. Los dioses ya decidieron por ellos. Siempre es preferible mantenerse alejado de los dioses. Sin duda. Lo mismo sucede en la Biblia, con los sacrificios de Isaac (Gen 22) y de la hija de Jefté (Jue 11, 29-40).

Recuerden, a la sazón, La fiesta del chivo del gran Vargas Llosa, sobre el funesto Rafael Leónidas Trujillo. Personaje "sacrificado" de Urania, dando un giro de tuerca al sentido "sacrificial" que planteaba en su gran obra maestra La Ciudad y los Perros, indudablemente uno de los cúlmenes literarios del siglo XX .

Tales personajes no pueden evitar lo que les depara la suerte. Siempre hay un agónico combate entre los hombres y Dios. O el Destino. No pueden abstraerse de un siniestro teatrillo de dioses sádicos. Los humanos tan solo espectadores de fantasmagórica tragedia, tragicomedia más bien, demorando y esperando la catarsis que jamás arribará: la esperenza, una puta vestida de verde. Grosso modo: bufones de arlequines humanos. Solo se es libre el hombre, pues, nos recuerda Epicuro, sin miedo a los dioses y a la muerte.

Retornando al magno Eurípides

En ese sentido, el libre albedrío se transmuta en engañifa mayúscula si no procedemos a una virtuosa y honda profilaxis de demonios, tanto interiores como exteriores, tanto familiares como nacionales. O “globales”, como los plandémicos. Y les dejo con El Magno. No Alejandro, obvio. Eurípides, pues.

En fin.
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