OPINIÓN

Nunca abandona el migrante la morriña

Un español en Alemania (95)

Jose Mateos Mariscal | Sábado 17 de abril de 2021
Cuando en la vida nos hallamos sumidos en una situación o experiencia difícil es posible ver a veces, por algunos momentos, una luz al final del túnel. Es lo que ven los protagonistas de una película “La Emigración”, una historia sobre la España pobre con “tres salidas: tierra, mar y aire”, viajando en trenes, barcos y aviones para lograr el sueño europeo.

Para mí, una de las escenas más emblemáticas es cuando el tren entra en un túnel y la cámara, por algunos segundos, enfoca esa luz que aparece al final: cálida y fría al mismo tiempo. Son segundos fundamentales para los migrantes, que ven pasar toda su vida por delante dejándose llevar por las emociones.

Cuando se viaja no se piensa en los aspectos sentimentales, sociales y psicológicos, no se analiza lo que se puede sentir al abandonar el propio lugar natal. Sin embargo, cuando los migrantes deciden partir no saben lo que pueden encontrar, y es la misma idea que transmite la luz al final del túnel.

El túnel se puede considerar una verdadera frontera: de un lado, la tierra natal, el hogar; del otro, la esperanza de una vida nueva. La espera constituye el momento en que las emociones se arremolinan como un huracán. Se puede pasar de un estado de ánimo positivo a uno negativo en un solo instante, a pesar de las sensaciones que provoca aquel espacio tan oscuro.

El miedo lo desata la falta de luz y dicho sentimiento se mezcla con la esperanza de vivir en una nueva realidad, de la cual ni siquiera se conoce el idioma oficial. Pero el miedo puede dar lugar a la excitación, a la prefiguración de lo que hay al otro lado, de lo que se hará una vez libres de andar por las carreteras europeas. Por consiguiente, lo que nunca abandona al migrante es la nostalgia, la morriña, el recuerdo de su familia, de aquellos hogares llenos de amor y felicidad. Viven pensando en el pasado y sobre ese tren se van preguntando: “¿Estaré haciendo lo correcto?”.

En el tablero de la vida los emigrantes no somos reyes ni torres ni reinas ni alfiles. Realmente somos peones. No mandamos sobre la partida de la que formamos parte, solamente sobre la casilla hacia la que vamos a desplazarnos y eso - siempre estamos amenazados por otra pieza - que aunque desde lejos, nos obliga a defendernos. Aislados, no somos nada. Nuestra fuerza proviene de nuestra unión.

Si pudiera volver

Mi familia decidió emigrar de España a Alemania, ya que pasábamos necesidad desahucio tras desahucio. Y si ahora expongo ante ustedes esta circunstancia de mi vida, que para mí fue fuente de tristeza durante años, es para compartir esta extraña forma de la intuición que es la certeza, o esta extraña forma de certeza que es la intuición, acerca de algo que nos atañe a todos, la posibilidad de irse y la de quedarse.

Irse y quedarse son irreconciliables, no solo de manera sincrónica sino también diacrónica. La determinación se tomó hacia finales de 2012. Y ahí comenzó la máquina a trabajar sobre lo que sería un traslado a Alemania. Cuestión que a principios de julio de 2013, concretamente el día 3, la familia entera subimos a un avión, rumbo a Alemania. Mi perplejidad, mi angustia, mi tristeza, no contaron. Me repetía una y otra vez que no me preocupara, que en dos años íbamos a regresar a España. Y lo creí… cómo no iba a creer .

Viajeros, turistas, ejecutivos, empresarias, políticos. Son otra clase de piezas, poderosas, y se mueven dentro de unas normas, es verdad, pero tienen caminos de ida y de vuelta. Intervienen en la partida, la condicionan. Se desplazan con posibilidad de dar marcha atrás; de hecho, forma parte del plan. Los emigrantes en cambio, como los peones, nos vamos para no volver; más aun, viajamos con la idea de que regresar sería sinónimo de fracaso. Lo conmovedor, lo entrañable incluso, es que avanzamos pensando que volver es posible. Y eso es lo que quiero dejar claro.

Hoy en Alemania no es así. “A las cosas y a los lugares no se puede volver ni siquiera volviendo”. Nada es lo mismo otra vez y lo ocurrido es para siempre. Nunca sabremos quiénes habríamos sido en nuestro lugar. Lo mismo que ocurrirá a quien, por ejemplo, se somete a una operación de cirugía estética porque no consigue gustarse tal como es: ya nunca más podrá asomarse al espejo y descubrir quién habría sido si no hubiese interrumpido su ser. No hay vuelta atrás. Como cuando se da vida a alguien. Como cuando se le da muerte. Ya está. Lo que es, deja de ser. Lo que iba a ser, ya no será.

El nuevo mundo en Alemania

La llegada a Alemania fue para mí un drama. Todo era peor. La vivienda, el trabajo. No estaba con mis hijos en casa porque trabajo cientos de horas. Fui despojado de mi mundo de modo radical. Súbito. Irrenunciable. Parecía menos cruento porque, en teoría, habíamos ido a un país en que se hablaba distinto idioma, imposible de aprender.

Un idioma no son solo las palabras que contiene ni la sintaxis que las ordena. Un idioma son los códigos, los temas, las velocidades, la idiosincrasia. El racismo -que sigue presente en Alemania aunque algo más domado- era tan natural, estaba tan instalado y aceptado que ni siquiera se disimula. Pero estaba la promesa. Dos años. Tic tac, tic tac. Así que lloraba cada tarde al volver del trabajo y mi único pensamiento, mi único refugio era: “Bueno, pero ya van a ver, yo me voy a ir de nuevo a España”. Cuánta soledad imposible para una persona.

Olvidar España

Uno no olvida el país donde nace. Ni su idioma. Ni sus afectos. Uno olvida las llaves arriba de la mesa o el paraguas, por ejemplo. Uno olvida detalles de las anécdotas, si comió cocido el viernes pasado o dónde queda una tienda de venta de ropa, tal vez. Pero uno no olvida su vida.

Porque hay cosas que uno no quiere olvidar, que no tiene por qué olvidar. No íbamos a volver y me habían mentido. La balsa salvavidas empezó a hundirse. Estaba a punto de cumplir seis años en Alemania. Lo que se quebró adentro de mí con aquella noticia no tiene nombre con que llamarse. Para pegar los pedazos y seguir adelante desarrollé en aquel momento una dolencia autoinmune que me alejaba todavía más de todo el mundo y que tardara toda la vida en erradicar. Y me puse a escribir. Me puse a escribir para tener un lugar donde vivir. Para crearlo. Un país en mi serial del que nadie pudiera expulsarme. Un país al que invitar a todo el que necesite uno, a todo el que prefiriera la verdad a la mentira, a todo el que necesitara pertenecer.

Pensé mucho tiempo más tarde, la emigración es algo que se hereda y por lo tanto inevitable, un impulso que anida en uno hasta que encuentra el modo de realizarse.
Como si el cambio no fuera a llegar, quienes emigran lo provocan, lo anticipan. Impaciencia, curiosidad, ambición. A veces miedo, a veces necesidad. En el fondo creo que nadie deja su tierra porque lo desee. Tal vez se debe a mi experiencia, pero siempre me ha parecido que surge de alguna incomodidad que, sin embargo, no se va a resolver con la distancia. Uno se lleva los problemas puestos, como si se tratara de órganos internos.

Pasaron los años pactados para una vuelta a España. Y muchos más. Y de pronto, porque quizás los genes pesaban más de lo imaginado, empecé a planear una vuelta al mundo. Vivía con la convicción de que no iba a quedarme quieto y con la fantasía de que mi lugar estaba en Alemania. Soñaba con algo tan absurdo como hermoso: un hueco, el que hubiese dejado mi cuerpo en la ciudad en que nací Zamora (España).

La hostilidad que se siente hacia el país al que llegas. La obligación de esconderla. Como si estuvieras en casa de alguien muy severo y temieras que, si dices algo impropio, “te regañen”, sobre esos primeros tiempos, muy difíciles y duros. Porque exiliarse no es equiparable a emigrar, aunque en ambos casos uno ha de dejar su hogar. “Pese a todas sus renuncias, el emigrante tiene esperanzas respecto al futuro; el exiliado, en cambio, habita en la nostalgia”.

Ser de un lado y de otro. Ser de ningún sitio, de una zona intermedia, híbrida. El exilio como identidad. La extranjería como patria.

La pesadumbre del exilio, de no sentirse acogido, de ser visto como un extranjero y la nostalgia por lo que deje atrás, me llevó un día a tomar una decisión que he tratado de mantener hasta hoy. “Pensé que, si no lograba ser feliz, no valía la pena haber sobrevivido, la única venganza frente a tanta pérdida consistía, dentro de lo que la vida me permite, en superar el dolor de migrar”.

En el tablero de la vida no se gana ni se pierde. Se aprende. Lo que debería ser un juego, para los emigrantes se convierte en una batalla. Si consideraron alguna vez la posibilidad de irse, vuelvan a pensarlo y recuerden que un peón, cuando se mueve, ya no puede volver atrás. Tal vez se trata de que, si no nos gusta la casilla que nos tocó, si estamos incómodos o tenemos miedo o necesidades o urgencias, hagamos lo posible por arreglarla y unirnos al resto de los peones.

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