OPINIÓN

Como los nazis, el parlamento español, aprueba una ley de eutanasia que estima que existen vidas indignas de ser vividas

Luys Coleto | Martes 23 de marzo de 2021
Perentoria e insoslayable rima: eutanasia y eugenesia, vidas indignas de ser vividas. Y si mencionas la palabra 'eugenesia', muchos la asociarán inexorablemente con los nazis y con la Shoah, el planificado y deliberado exterminio de millones de judíos europeos. Pero deviene hondo yerro atribuir al Tercer Reich originalidad alguna en tal materia. De hecho, Hitler aprendió de lo que los yanquis ( y otros) habían ido realizando en tal e inicuo menester durante las anteriores décadas.

Eugenesia y eutanasia, siempre preparando un genocidio

El origen de todo se remonta, grosso modo, a 1883, cuando el británico Francis Galton acuñaba el término eugenesia (buen nacer, del griego: ains, los eufemismos) para designar las prácticas encaminadas a acrecentar la “calidad genética” de la especie humana. Galton pretendió inspirarse en las teorías de su abuelo, Charles Darwin, para proponer que el fomento de la descendencia de las “cepas o razas superiores” lograría producir “hombres de una alta clase”, sin taras genéticas de clase alguna.

El sórdido chantaje, pues, de siempre, además de burda coartada, del biomejoramiento. Como nuestro actual transhumanismo. Ignorando olímpicamente la cara B del asunto. De hecho, todo en sí es una cara monumental cara B. Un genocidio siempre en ciernes. Y perfecta y dolorosamente avizorado. Con los actuales matarratas (vacunas) transgénicas, las cosas cada vez más claras. Cristalinas, digamos.

Y vuelvo a repetir: Hitler nada inventó. Y los actuales defensores de la eutanasia/eugenesia/despoblación mundial, tampoco. A través de las vacunas, como comentábamos antes, por ejemplo. Y recordemos que ya en 1907 se aprobaba en Indiana (Usa) la primera ley destinada a “prevenir la procreación de criminales confirmados, idiotas, imbéciles y violadores”. La esterilización obligatoria de las personas consideradas "ineptas" se extendió paulatinamente por países como Japón, Australia y Canadá. Y las dos joyas de la corona antes de llegada del nacionalsocialismo al poder, Escandinavia y la citada Usa.

Yo acuso: propaganda nazi, perfecto ejemplo

Una película que nos puede aclarar las cosas. Ya desde el mismo título (Ich klage an, Yo acuso: todo tan retorcida y ofensivamente zolesco), esta película de la propaganda nacionalsocialista de 1941 rubricada por Wolfgang Liebeneiner resulta extremadamente falaz y manipuladora (tan deudora, por cierto, la “progresista” Mar Adentro de ella).

El problema se halla en el “acusador”, victimismo en vena: quien “acusa” es el protagonista, quién tras asesinar a su mujer víctima de esclerosis múltiple, reta a un tribunal que le juzga por haber aplicado a la enferma una eutanasia que el viejo orden, la antigua ley (¿cristiana?)alemana rechaza, pero que el nuevo Reich aprueba de manera explícita y suficientemete manifiesta.

La Aktion T-4(por cierto, dato “curioso”: asumida absolutamente por toda la falsaria historiografía revisionista del Holocausto) devino programa de eutanasia de la Alemania nazi. Y contaba con la explícita aprobación de Hitler y no ocultaba su pretensión de acabar con “los que sobraban”, algo que no sucedió con la Solución Final que los nazis siempre trataron de ocultar.

Recordemos que una persona con discapacidad costaba al Reich aproximadamente 60.000 marcos. Y recordemos también que Pedro Sánchez se ahorrará ingentes cantidades de guita con la eliminación progresiva de “sobrantes humanos”, lo vimos el pasado año: no fue ningún virus; sino, entre otras y despiadadas etiologías, gerontocidio de Estado. En Ich klage an (1941), el odio se manifiesta de manera subterránea, caracolero subterfugio, con muy poca parafernalia nazi, consintiendo que al verla todo - que no su mensaje - sea cómodamente digestiva.

Yo, acuso: manipulando sin parar

Esgrimiendo una estrategia melodramática, mixtura poco ingeniosa entre drama médico y drama legal, enfatizando y manipulando una luminosa arianidad (maternidad, veladas musicales, arrebatadoras quelis, grandilocuente caballerosidad…), nuestra protagonista, una valquiria de pro, se halla escindida entre dos amores. Entre su esposo y su anterior pretendiente quien, como Paracelso, cree que la medicina es amor.

En el fondo, dos concepciones de la medicina. Fiel o infiel al juramento hipocrático (qué decir del genocidio del aborto que exige la entusiasta colaboración de la inmensa mayoría de los matasanos). En ese sentido, la salvación de un niño con meningitis solidifica la perversión del mecanismo intelectual del film. Matar por amor, en definitiva.

El apacible dolor. El buen morir. Hanna, nuestra protagonista, le dice a su esposo: “Tienes que ayudarme. Quiero seguir siendo tu Hanna hasta el final, no quiero convertirme en otra que sea sorda, ciega e idiota. No lo soportaría. Thomas, si de verdad me quieres, prométeme que me librarás de eso de antemano”. Antes de morir Hanna susurra: “Me siento tan feliz, desearía estar muerta”. Ella muere mientras uno y otro se declaran por última vez su amor.

Vidas indignas de ser vividas

Entre la aparición de la novela Sendung und Gewissen (Misión y Conciencia. 1936) de Helmut Unger, en la que se inspira el filme y el estreno de Yo acuso en 1941 (retorciendo la alusión a Dreyfuss), ya se había puesto en marcha el programa de eutanasia de forma secreta. Pero la película buscaba su legalización oficial con la aprobación mayoritaria de la población alemana. Y siguiendo la depravada estela de la Trilogía Justificadora - El judío eterno (Der ewige Jude, 1940), de Fritz Hippler, Los Rothschild (Die Rothschilds Aktien auf Waterloo, 1940-1941) y El judío Suss (Jud Süss, 1940), de Veit Harlan - se trata de hacer justo lo injustificable: por qué hay que asesinar. Impunemente.

Y hay que acentuar que esta aceptación estaba también muy extendida en otras naciones. En Usa por ejemplo, una encuesta de los años treinta mostraba que un 45 por ciento de la población justificaba la eliminación de bebés nacidos con taras diversas. Durante el programa nazi, las categorías de personas a las que se aplicó la eutanasia se fueron ampliando en sucesivas fases: los bebés deformes primero, después los enfermos mentales, los discapacitados adultos, los enfermos terminales, los incurables, los ancianos con demencia senil hasta llegar a los grupos considerados lacras y plagas sociales, como judíos, homosexuales, gitanos y disidentes políticos.

Antes de llegar a las cifras de millones de judíos gaseados, los nazis asesinaron varias decenas de miles de seres humanos con la coartada humanitaria, la mismita que utilizan nuestras genocidas élites actuales, de que sus vidas no merecían la pena de ser vividas. Fueron, de alguna manera, pre-figurativos espejos de los seis campos de exterminios nazis: Chelmno, Belzec, Sobibor, Treblinka, Auschwitz-Birkenau (parte del complejo de Auschwitz) y Majdanek. Leyendo el escalofriante Los que sobraban de Götz Aly distinguimos el estrechísimo vínculo entre eutanasia y eugenesia. Rima, mejor, gemelos. Eutanasia, eugenesia: idénticos.

Vidas indignas de ser vividas, tanto física como psíquicamente. Una cuestión ideológica y, por supuesto, económica. Vidas no rentables e improductivas. Y una materia crudelísimamente estética. Nuestra estética contemporánea es una calculadísima mimesis de la estética nacionalsocialista (además de la tenebrosa “ética” del gulag comunista). Nos contaron que en Núremberg se enjuició a los responsables de la locura nazi, y que muerto el perro se acabó la rabia. Sin embargo, el estudio atento de los (contra)valores nazis y los actuales muestran sorprendentes similitudes. Pura degeneración, como los bolches.

Actos de resistencia, siempre tan escasos

Es revelador reiterar que la traba a estas prácticas apenas si vino de la profesión médica, esa atroz Iglesia laica y pseudo-científica, que colaboró vivamente con la jerarquía nazi e incluso le suministró la cobertura ideológica cientificista obligada. Véase hoy la inhumana y deshumanizadora sanidad del Leviatán, pura ideología y mercadería en vena. Las voces críticas en los cuarenta se restringieron a algunos pastores evangélicos y a pocos obispos católicos.

Los cristianos, en su inmensa mayoría, fueron groseros palmeros. Pero un remanente siempre acude salvador. El más recio en sus denuncias fue el obispo de Münster Clemens August Graf Von Galen. El 3 de agosto de 1941 terminó su prédica con arrebato en la iglesia de San Lamberto contra “esa terrible teoría que quiere justificar el asesinato de inocentes... cuando uno sostiene y practica el principio de que los seres humanos improductivos pueden ser matados, ¡ay de nosotros cuando seamos viejos y débiles!”.

El afán por organizar granjas humanas y extraerles todo su jugo, aniquilando de antemano la clarividencia y la sensibilidad, un clásico hasta hoy. Hogaño, con el falsario y deletéreo disfraz de la democracia (estentóreas carcajadas). Desde La Vendeé, se produce una incomprensible atracción hacia la edificación física y mental de los nuevos hombres, de la integración de la muerte humana en el progreso del mundo, con las masas sumisas como vil corolario. Una habituación al horror, pérdida de la mente y el alma, durante un largo periodo desde después del final de la Segunda Guerra mundial hasta ahora mismo. Con la actual plandemia, acelerón histórico. Hasta el infinito. Y más allá…

…Post Scriptum. El obispo Von Galen fue deportado al campo de Sachsenhausen. Sobrevivió. Honremos su memoria. Amen. Un amen sin fe, claro.

En fin.

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