La cara del marino y su expresión burlona presagiaba cualquier dislate, las consecuencias del calor veraniego. Se sienta y comenta:
—El New York Times, recientemente hablaba del «hetero fatalismo», un término que desconocía por completo. El periódico estadounidense señala que es un fenómeno que va en aumento y que ese término trata de describir la visión fatalista que sienten algunas mujeres heterosexuales, cansadas de la decepción, frustración e insatisfacción de sus relaciones.
Confieso que al leerlo no supe cómo interpretarlo, —comenta con sarcasmo—si como tragedia griega o como un sainete.
Con una sonrisa y el ánimo de ilustrar al marino, la profesora interviene:
—Ese término es un derivado del «hetero pesimismo», acuñado hace unos pocos años, pero parece que ya cada desencanto necesita tener sus propias siglas. Cada mal de amores necesita nombre, apellidos y bautizo, como si un eslogan le diese más dignidad a la decepción.
Esto me recuerda que hemos pasado de hablar de las cosas serias —orientación sexual, identidad de género, derechos y discriminaciones reales—, a una sopa de letras que se expande como mancha de aceite: LGBTIQ+, PAN, DEMI, FLUIDO, CIS, QUEER, AGÉNERO, PANGÉNERO…, y así un largo etcétera al que periódicamente se incorpora alguna novedad de laboratorio.
El mundo woke parece pretender que al diccionario no le falten páginas.
En la medida en que sirva para visibilizar realidades ignoradas, cumplen un papel, pero se corre el riesgo de que la identidad se convierte en un adorno y perder el foco al incidir en lo accesorio sobre lo importante y correr el riesgo de que la sigla se coma a la realidad de las personas.
Para algunos esto puede que esto sea muy cool, moderno y de actualidad, pero visto en perspectiva, puede que acabe en un concurso de originalidad léxica y en un vano intento de manipulación ideológica por algunos sectores y que se sustituya lo esencia, lo «qué eres», por sucedáneos espurios.
El marino añade:
—Desde el respeto, pero con el auge de esta nueva religión, es fácil acordarse de aquello que dijo el historiador británico, Arnold J. Toynbee, «Una nación permanece fuerte mientras se preocupa de sus problemas reales, y comienza su decadencia cuando puede ocuparse de los detalles accesorios» y la sensación es que, en los países desarrollados, cada vez nos dedicamos más a lo accesorio.
Con estos temas estamos en modo «accesorio total», cuando hay problemas de fondo que no se solucionan, en desigualdad, educación, salud mental, integración social…, pero se dedican horas, ríos de tinta y de euros para decidir si un emoji con barba puede ser mujer, hombre o ambas cosas a la vez.
En el Imperio Romano, ya en el siglo III, con el Senado perdiendo el tiempo en discutír durante semanas el diseño de las sandalias de los pretorianos, la temperatura del agua de las termas o entretenida en fastos y panem et circenses, los germanos llamaban a la puerta de Roma.
Solo que ahora los «germanos» pueden ser todas las cosas accesorias a las que nos dedicamos y ese es el perfecto caldo de cultivo para la decadencia de una civilización. Roma no cayó de un día, se fue vaciando por dentro, porque perdió el sentido de lo esencial.
La profesora, desdramatiza:
—Para que te ilustres y no pienses en eso, debes conocer algo más del diccionario sentimental contemporáneo: love bombing, inundar de afecto para manipular; ghosting, desaparecer sin dar explicaciones; gaslighting, hacerte dudar de tu percepción de la realidad; situationship, relación indefinida…
Parece que se convierten las relaciones en un catálogo de Ikea; eso sí, con manual de montaje en varios idiomas y con piezas que nunca encajan.
Para aumentar ese catálogo, lo próximo podría ser: single proudism, solteros hartos de citas, con reconocimiento oficial y emoji propio o el ex-fatigue, al cansado crónico de exparejas reincidentes. Todo eso acreditado por la ONU y la UE, con la Agencia Internacional de Verificación de Emociones (AIVE).
No te rías —replica mirando al marino—, se puede añadir el toli-amor, un acuerdo tácito donde se acepta que la pareja tenga relaciones con otros; el eco-amor, solo se enamoran de quienes reciclen obsesivamente; el vega-romance, donde la carne se prohíbe incluso en las metáforas o el slow-dating, citas a cámara lenta, con la promesa de no tomar decisiones antes del quinto equinoccio.
La creatividad semántica —poniéndose seria— no tiene límites, hasta convertirla en frivolidad; así la identidad y los sentimientos son un terreno fértil para el ruido, la polémica, pero estéril para las soluciones y la polarización política, encuentra en esta sopa de siglas una mina de oro para el enfrentamiento cultural. Unos para imponer un lenguaje y otros para la burla, pero hay personas reales, con problemas reales, que pueden quedar invisibilizadas y ser las víctimas.
Al final, las etiquetas son útiles si ayudan y protegen derechos, pero inútiles y una pérdida de tiempo, si solo sirven de espectáculo obsceno, para exhibirse o para dividir.
El hetero fatalismo es una anécdota, pero dice mucho de hacia dónde miramos como sociedad.
El marino socarrón comenta.
—Cuando nos centramos y discutimos lo accesorio, puede que nuestro barco esté haciendo aguas. Desconocemos si ya estamos en aquella decadencia romana como civilización, pero posiblemente, sólo nos falta legislar unas cuántas siglas más.
Claro que, la caída de Roma duró más de un siglo, ahora con la televisión, el internet, las nuevas tecnologías y la IA, lo podremos ver en directo o en streaming, pero seguro que ese proceso será mucho más corto.
Antes de caer en el fatalismo terminan su café y se marchan mirando el mar.
Jorge Molina Sanz
Agitador neuronal
jorge@consultech.es